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Servicio pastoral en el complejo penitenciario de Guayaquil: La misión de llevar a Dios tras las rejas

Alrededor de 150 personas, entre sacerdotes y misioneros laicos voluntarios, aportan con diferentes roles en siete centros de privación de libertad.

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Guayaquil / PRISILLA JÁCOME

Nadie busca entrar voluntariamente a la cárcel. Nadie desea pasearse entre delincuentes comunes, violadores de niños o asesinos convictos. Nadie piensa siquiera que aquella es una alternativa viable. Y en realidad no lo es. Se trata, más bien, de un llamado supremo que le llega a unos cuantos osados, de una misión de vida que se instala, se anida y germina como una devoción que nace del corazón valiente de los tocados y blindados por Dios.

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Son los misioneros de la pastoral de la Libertad y la Misericordia, quienes tienen el don de liberar almas cautivas, los que sienten la necesidad de amar a los menos amados, a los insignificantes, a los despreciados. A las personas privadas de la libertad como se los conoce en Ecuador. Para hacerlo en la urbe se enmarcan en el servicio social católico que lidera la Arquidiócesis de Guayaquil, bajo la venia de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana, con un nombre oficial: la Pastoral Penitenciaria Misioneros de la Misericordia Constructores de la Paz.

Alrededor de 150 personas, entre sacerdotes y misioneros laicos voluntarios, aportan con diferentes roles a desempeñar la diseminada labor que se ejecuta en siete centros de privación de libertad dentro del complejo penitenciario guayaquileño, en dos centros de adolescentes infractores y en una unidad policial de transitoria.

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En total, diez espacios que son atendidos para dar garantía al derecho de culto de los reclusos, pero también para asegurar procesos de veeduría, acompañamiento, facilitación y mediación, así como el establecimiento de una escuela permanente de valores, principios y fe católica. Un trabajo entramado que se consolida en una planificación constante y en la voluntad gratuita de quienes creen fervientemente que los que están detrás de las rejas aún tienen una oportunidad de arrepentimiento, de redención y de obtener la gracia de Dios.

Mansedumbre logística

Son las 10:35 de un viernes de mitad de agosto. En una línea asimétrica mujeres esperan con cédula en mano para que agentes policiales reciban sus identificaciones, validen su ingreso y les permitan acceder al complejo penitenciario. Entre todas ellas destaca él, no solo por su género, sino por todo lo que lo caracteriza. Su atuendo negro, su alzacuello blanco a contraste y su credencial arquidiocesana validan que no es un civil más, sino un sacerdote. El padre Luis Daniel (49) espera paciente. Además de ser una virtud propia de su labor, también es una cualidad que ha entrenado en los dos años en los que le ha tocado ser el capellán de cabecera del recinto penitenciario, pues al estar asignado a la parroquia Jesucristo Pan de Vida, geográficamente la más cercana al recinto, le corresponde el servicio sacerdotal en el espacio.

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Está acostumbrado al cacheo, a que le revisen todo lo que carga en su maleta negra y a que, de vez en cuando, tenga que rendir cuentas hasta por la cantidad de palos de fósforos que usa para prender las velas que lleva consigo. Entiende la preocupación policial, los riesgos potenciales que implica, por eso cuando así sucede tiene a la mano el oficio que detalla la autorización para su ingreso y el de los elementos que permitirán cumplir su misión religiosa dentro del perímetro de turno.

El sacerdote de raíces mexicanas no va solo, lo acompaña María Cristina Santacruz (57), coordinadora Diocesana de la Pastoral Penitenciaria de la Arquidiócesis porteña, quien mantiene la misma actitud de obediencia, pero siempre activa, firme y conocedora de los procesos que solo avala el haber sido parte de esta dinámica por más de una década.

Hablan camino al recinto. Se ponen al día sobre las novedades en sus respectivas parroquias, sobre los hermanos comunes en Cristo y sobre la labor conjunta intramuros. Y se fijan en la fecha. En esa semana en curso, el 14 de agosto, se conmemora el fallecimiento de san Maximiliano Kolbe, ese fraile franciscano que dio su vida a cambio de la de Franciszek Gajowniczek, un polaco que estaba prisionero en el campo alemán de concentración de Auschwitz. Un día destinado a recordar el acto de amor incondicional por el otro, por el desesperanzado, por el condenado. Ambos coinciden que esa es la misión, que no hay mejor día que hoy para ingresar a la cárcel.

Entrar al ‘infierno’

El padre Luis Daniel ha estado en el ‘infierno’ antes. Durante sus años de seminarista en México cuenta que le tocó ir a las prisiones más crueles de su país para llevar la palabra de Dios a lo que denomina la oscuridad. Está consciente de haber hablado ante centenares de miembros de carteles de narcotráfico con la fe puesta en que alguna de sus prédicas, la presencia de Cristo lograse calar en la mente o en el corazón de alguno de ellos. “Porque aunque solo uno de ellos se salve, yo habré salvado a una oveja”, asevera.

Para el sacerdote no hay cabida para juzgar. Afirma que no está en sus manos sentenciar, solo la misión de escuchar y llevar las santas escrituras a ese cautivo a pesar de sus faltas. “Como están presos también por dentro, los hago mirar hacia su interior. Yo no miro a la persona, al monigote que se me pone enfrente. Yo veo al alma que está adentro y trato de mirar cómo está”, asegura.

En Guayaquil, el capellán fue testigo de las más recientes masacres, de los pedidos guturales de auxilio, de los cuerpos mutilados y desechados. Esto, porque solo en el complejo penitenciario porteño se registraron 31 de la 67 muertes violentas contabilizadas a nivel nacional, en 2023. Siendo 500 el aproximado del balance en todo el país, desde 2020, según el propio Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Privadas de Libertad (SNAI).

Pero también en sus dos años de labores vio cómo, con la presencia militar, transformó ese infierno hostil y sangriento en uno menos violento y más asimilable. Aun así, el padre sabe que ‘infierno es infierno’ y, como Dante, lo clasifica.

Su base y primer círculo lo llama oscuridad, ahí ubica a los aproximadamente 75 reclusos de máxima seguridad, los de La Roca, donde cree que hay una ausencia total de Cristo. Luego le sigue una media oscuridad y ahí ubica a quienes están en la ‘Peni’ (el Centro de Privación de Libertad 1 -CPL-) y los de los pabellones de máxima atención, quienes demuestran una devoción constante al pecado.

En la mitad figura lo que denomina el amanecer, con aquellos reos de mediana seguridad, que a su criterio ven un poco de luz y que batallan todo el tiempo por salir de la noche cerrada; seguido por el día, con los de ‘Apremio’, donde están los detenidos por alimentos, por causas que aún no consumen el alma del prisionero. Y finaliza su categorización con el ‘Amanecer’, integrado por los de prioritaria, en donde están los enfermos terminales, tuberculosos,  miembros de grupos LGBTI y adultos mayores, quienes están en una etapa de retrospectiva, de asimilación de errores, de tendencia al arrepentimiento y aceptación de una guía superior. Esta división, que agrupa a casi 17.000 prisioneros, la hace para tener clara la prédica, el público y su actuar.

Llevar misericordia

La misión del día se concentra en el CPL 4, en los pabellones de máxima y máxima especial. El padre Luis Daniel, el funcionario a cargo de dicha jurisdicción, y María Cristina apuran el paso para cumplir con los procesos protocolarios de ingreso y así poder llegar hasta la zona solicitada para la prédica de ese viernes. “Permiso, paso”, dice ella en tono fuerte y marcial a los militares que, encapuchados y sosteniendo armas largas, escoltan el ingreso de la comisión hacia el interior de los pabellones.

“¡Hermana Titiii, bendicioneees!”, se escucha gritar desde alguna de las celdas superiores en el pabellón. El reo saluda de esa forma a María Cristina, porque es así como la conocen; nadie la ubica por su nombre de pila. Ella misma se ha encargado de presentarse como la hermana Titi de la Misericordia, un ‘alias’ que se ha forjado con los años y que la reviste de cercanía, de calidez y de esperanza. “Buen día hermano, bendiciones”, dice mirando hacia arriba sin saber a ciencia cierta quién de los centenares de prisioneros es  quien la saluda con familiaridad.

Rodeada a los costados por militares y en medio de una pulcra y delineada cancha de cemento, Titi se presenta, aun cuando no hay necesidad. Le explica a su audiencia que, junto al sacerdote, han llegado con la misión de siempre, la de llevarles una oración, de comunicarles la prédica del día y de hacerles sentir que Dios, ni ellos se han olvidado de ninguno, aunque así lo sientan. Tras la introducción da paso al padre Luis Daniel para que les dé una bendición.

El capellán finaliza y llega la hora de la prédica, que es toda de Titi. Se coloca en el centro, adueñándose de su escenario de turno y con una voz descomunal que pareciese hacer uso de un micrófono y parlantes inexistentes, la mujer comienza su discurso que en este día se concentra en el pasaje de Juan 14:12. Envuelta en la pasión de la palabra sagrada, María Cristina se mueve de esquina a esquina anunciando las escrituras.

“Aunque tú te consideres un pecador empedernido o aunque tú tengas la culpa de lo que hiciste, no dejas de ser el hijo predilecto de Dios. Él te ha venido a visitar y te ha venido a ver a través de mis ojos; él te ha venido a abrazar a través de mis brazos. Él está triste porque estás aquí, pero no te va a abandonar. Eres el hijo predilecto y tu oración surte más efecto que la mía, por eso ofrécesela al buen Dios, que él salvará almas por ti”, les dice con un arte dominado de cercanía.

Su desenvolvimiento es tal que cualquiera que viese a esa rubia de 57 años no pudiera creer que tan solo mide 1,50. En medio de su intervención, también decide cantar: “Vive en mí, oh, Espíritu de Dios / Fluye en mí, con tu fuerza, con tu amor / Que te pueda ver / Obrando sobre mí con poder.” Sus zapatos de brillos de aquel día solo aportan a la construcción de su imagen desinhibida, de rockstar de Dios.“Que el Señor les dé la liberación que ustedes necesitan, hermanos”, dice Titi a modo de despedida y recibe un “Amén” en coro seguido por aplausos. “Dios me la bendiga a mi Titiiiii”, grita  alguien mientras toda la comisión sale del pabellón.

Para el padre Luis Daniel, las expresiones de los prisioneros hacia María Cristina no son una novedad. Él sabe y es testigo del cariño y respeto que ellos le tienen porque a su criterio es notorio el compromiso con el que ella hace su labor. “La sienten suya y la cuidan mucho porque ella les demuestra amor. Hay algunos que le dicen hasta jefa o madrina, y es porque ella tiene una forma particular de ser con ellos, un instinto maternal que ninguno de nosotros podríamos alcanzar”, asevera el sacerdote.

Para él, y cree hablar también por la Arquidiócesis de Guayaquil, existe la preocupación de encontrar a alguien que le siga los pasos y las formas a Titi, sobre todo porque requieren hallar a quien se convierta en su sucesor en esta misión. “Es complejo porque no es alguien que ella elija, sino que Dios mande. Alguien que pueda entender la profundidad del amor de lo que ella hace, de su compromiso con la causa y del amor que ella le tiene a Dios”, indica. Esa tarea se asume como una cuenta pendiente.

Misión con sacrificio

Titi siempre se ha sentido cómoda en la cárcel. Sabe que goza de aceptación y de muestras de cariño, tanto de los reos como de los funcionarios estatales, pero también ha encontrado piedras en el camino. Cuenta que ha tenido que lidiar con cosas tan ligeras como roces con devotos de otras religiones, que se han debido subsanar buscando puntos en común en la fe, hasta otros de más peligrosidad como hacerle frente a miembros de grupos de delincuencia organizada para poder cumplir su labor misionera. Eso, sin contar los innumerables casos en los que se vio inmersa en amotinamientos y balaceras, viendo retazos de cuerpos caer mientras ella, junto con otros seglares, se ha visto pecho al piso velando por su vida.

Es inevitable preguntarle si no siente miedo cada vez que ingresa al recinto penitenciario. “Más miedo me da quedarme afuera y morir que irme al infierno por el pecado de omisión, por no hacer nada. Prefiero morirme adentro haciendo algo como una héroe escondida. Lo más importante es predicar el evangelio, porque eso trae amor”, dice con voz valiente.

La misión finaliza y son las 15:05. Titi no ha almorzado y tampoco ha tomado una gota de agua, aun cuando el día registra un sol canicular y roza los 30 °C. “No es un trabajo fácil, pero qué puedo hacer yo, el problema es que primero es Dios. Los demás misioneros sufren igual que yo, sobre todo porque la familia no entiende que estamos llamados a servir”, afirma mientras toma un hidratante para intentar recuperar fuerzas. Se aleja del recinto sabiendo que adentro la semana entrante la esperan en otro centro, en nuevos pabellones, en otras celdas. Y ella siente el llamado, aun cuando la sociedad crea que pierde el tiempo con ellos, con los despreciados. (I)

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