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Con tinta en piel, dos tatuadores venezolanos dibujan su futuro en la Bahía de Guayaquil

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Hasta hace algunos años, el sonido vibrante de las máquinas tatuadoras obligaban a voltear la mirada a quien caminaba sobre Ayacucho y Chile. En esa ruidosa confusión de oferta y demanda que es la bahía porteña, los artistas de la tinta y aguja convertían en lienzo la piel de quién se aventuraba a sentarse en sus bancos plásticos.

Ese grito grave del equipo mecánico ya no está entre la bulla abrumadora del comercio. Sin embargo, siguen allí los letreros que anuncian: Tattoo.

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En un claro entre el laberinto de estands, Abraham Labrador tiene abierto su cuaderno de dibujos, pero su mejor publicidad son los diseños que luce en los brazos y cuello. Un ángel que agacha la cabeza, un reloj de manecillas, un jaguar, son solo algunas de las formas con las que cuenta su historia de vida.

"Hace dos años más o menos dejaron de tatuar aquí afuera (en la vía pública) por la insalubridad que podía representar estar en contacto con el polvo, el humo de los autos. Ahora hay al menos unos 3 locales de tatuaje cerca de esta zona y ahí llevamos a los clientes", cuenta Labrador.

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Hace seis años Labrador se dedica al tatuaje de manera profesional y hace uno llegó a Ecuador. A través de un amigo se ubicó en The Ark Tattoo, local que queda en la esquina de Manabí y Coronel. Hasta allí lleva a los clientes que se acercan a él en la bahía.

"Puedo contar con una mano los días que me he ido sin tatuar a alguien de la bahía. Las personas llegan de todas partes, porque ya saben que aquí estamos, no necesitan cita y puede ser un poco más barato que otros sitios", asegura Labrador mientras camina hacia el estudio, a solo un par de cuadras de distancia.

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Abraham Labrador (i) da detalles de precio y diseño a dos posibles clientes en la bahía.

Dentro lo espera José Sequera, otro venezolano que hace ocho meses se desempeña en este oficio. También sus brazos están cubiertos de diseños y cuando Labrador le propone remarcar su piel para una foto, no lo duda.

"Todos los días viene alguien que se quiere tapar un nombre. De 100 unos 30 se hacen tapados. En Venezuela se hacía eso mucho antes pero ya no", asegura Sequera mientras la máquina pasea por su brazo. Para él, el tatuaje en Guayaquil aún está en una etapa de evolución. "La pareja pasa de dibujarse sus nombres a compartir un tatuaje más disimulado: dos palomas, anclas, llaves; es normal", asegura.

Hay otros clientes que llegan sin idea de qué quieren hacer eterno en su ‘look’. En ese momento entra el talento del tatuador para ofrecer algo original o darle su ‘toque’ a un ícono global.

Para Labrador y Sequera, el tatuaje fue la manera de conectar su cultura con el nuevo escenario en que les toca vivir desde que salieron de su país. Hoy se mueven por la bahía y el centro porteño como dos nativos, y de a poco hacen de la idiosincrasia de la urbe una parte de su colección de ilustraciones. (I)

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